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Nadie le podrá negar a Frederick Forsyth (Ashford, Inglaterra, 1938 - Jordans, Buckinghamshire, 2025) que fue un aventurero de novela y que lo contó con ... maestría. Varias generaciones de lectores aprendimos a mirar detrás del telón de acero con 'La alternativa del diablo', a divisar el tráfico de armas y los mercenarios con 'Perros de la guerra' o a ver de cerca el terrorismo más criminal con el implacable 'Chacal'. Las crónicas tras su muerte este lunes han destacado como sus 75 millones de lectores en todo el mundo esperaban sus nuevos títulos con la misma ansiedad que Hollywood para convertirlas en éxitos de taquilla. Lo que pocos recuerdan es que este piloto de la RAF, periodista, corresponsal de guerra y espía metido a maestro del suspense vivió su primera aventura en Málaga. Con apenas con 18 años, se vino a aprender español, pero acabó recorriendo todas las tascas y cogiendo una muleta para ser torero.
Todo eso lo contó en sus memorias, 'El intruso. Mi vida en clave de intriga', escritas 60 años después de aquel 1956 en el que llegó a Málaga en autobús después de aterrizar en Gibraltar y recorrer ciento y pico kilómetros por una «una carretera estrecha con un carril en cada sentido, pero como los laterales estaban en muy mal estado, todos los conductores iban por el centro, dando volantazos en el último momento entre bocinazos, gritos y ademanes», relataba el protagonista que, por entonces, era un estudiante que dispuesto a sacarle todo el partido a su beca de tres meses y a sus 6 libras por semana.
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Su contacto en la ciudad fue el catedrático Andrés Oliva, creador de los cursos para extranjeros de la Universidad de Granada que se celebraban en Málaga, al que el joven Frederick le hizo una inédita petición: vivir con una familia en lugar de la residencia con el resto de extranjeros. Quería aprender español de verdad . Fue así como Forsyth se fue a vivir a casa de Concha Lamotte, «viuda de Morales», en la Malagueta, junto al hotel Miramar. Muy cerca de la plaza de toros. Ese mismo templo taurino que el autor inglés ya traía en la cabeza ya que sólo sabía dos cosas de Málaga antes de llegar. Una, que Picasso, «opositor implacable a Franco», había nacido aquí y que «el matador Carlos Arruza había lidiado en la plaza de Málaga, con gripe y una fiebre altísima, una corrida tan espectacular que le habían concedido las dos orejas, el rabo y una pezuña del toro muerto, un logro nunca igualado».
Aunque quería aprender español, Forsyth, Federico para los amigos de Málaga -años más tarde también tuvo casa en Puerto Banús-, no tenía como objetivo principal asistir al curso, que constaba de 158 clases. «Yo solo asistí a la primera, en enero, y a la última, a finales de marzo. También me la habría saltado de no ser porque una estudiante extranjera me vio tomándome un copa de amontillado en un café justo la víspera y me advirtió de que al día siguiente era el examen final», narra divertido el escritor, que se doctoró en «español callejero con acento andaluz». Su vida de barra de bar llegó incluso a oídos de sus padres, que acabaron haciéndole una visita sorpresa al final de su estancia después de que un amigo les advirtiera que a su hijo lo veían más en las tascas que en las aulas. Aunque eso no fue del todo cierto.
«No me pasé bebiendo las 158 clases que me había saltado. Después de mi llegada, en enero, me había dedicado a investigar lo que en realidad me había llevado hasta allí. Los toros», contaba en sus memorias, en las que confesaba que llegó a Málaga fascinado por la lectura de Hemingway ('Muerte en la tarde') y Blasco Ibáñez ('Sangre y arena'), por lo que no tardó en pasarse por La Malagueta, donde hizo un «descubrimiento interesante»: «Había una escuela de tauromaquia. Me apunté de inmediato». Así, su profesor de español fue en realidad Don Pepe, un torero retirado y cojo de una cornada, que le enseñó los secretos de la lidia. Y aunque puso el empeño y la cabezonería que aplicó toda su vida a lo que le apasionaba, Federico confesó que, sin llegar a ponerse delante de un becerro, los cuernos de un Mihura con los que estaba hecho el carretón de los entretenimientos ya le imponían.
«Cuando los pitones ascendían hacia los genitales, tendía a hacerme a un lado, lo que provocaba muchas risas», recordaba Frederick sobre la reacción de sus compañeros y la sonrisa burlona de su maestro. «Después de varias mañanas, me quedó claro que nunca llegaría a ser torero», admitió el futuro escritor que, pese a ello, siguió asistiendo a las clases hasta el final de su estancia. Además de la motivación personal, tuvo otro aliciente. A las clases solía acudir una condesa alemana de 35 años con la que mantuvo una apasionada relación. «Tenía la curiosa costumbre de cantar el 'Horst Wessel' durante el coito», contaba Forsyth que no sabía entonces que aquel himno era el de la marcha del partido nazi. Décadas después escribiría 'El expediente Odessa' sobre los colaboradores de Hitler que vivían amparados y escondidos por toda Europa bajo la protección de diferentes gobiernos y regímenes.
El epílogo de su capítulo en Málaga fue aquel examen de la última clase del curso de español al que acabó asistiendo para aprobarlo in extremis. El propio Andrés Oliva le confesó que le pasaron la mano porque la prueba no resultó muy académica. «Pero me reconoció que había aprendido bien el español de la calle».
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